Mientras conducía con la radio
puesta como siempre, el locutor dijo pues aquí está ya podéis escuchar la banda
sonora de la película de 50 sombras de Grey. Después aparqué en el parking que
tiene la parte superior al aire libre, justo en el centro de una manzana de l’Eixample
y ya libre del coche me dirigí andando a presentar el documento. El sol
brillaba bajo un límpido cielo de enero y la Rambla de Cataluña lucía un elegante
aspecto invernal, con sus árboles objeto de poda.
Entré en la tienda, preguntando
por un vestido de época, encontré uno que me gustó pero faltaba la talla, así
que la dependienta se acercó al mostrador para consultar en el ordenador.
Mientras ella miraba la pantalla, entró una mujer, alta, guapa y morena de pelo largo que tras un breve
saludo dijo con seguridad: vengo por el látigo. Me la volví a mirar, de reojo,
con sorpresa. Me fijé en su perfil, tenía personalidad, sin duda sería una ama,
de esas dominantes que no tienen compasión.
La dependiente que la atendía se
sorprendió: ¿un látigo dice? Si, así es, me han llamado esta mañana para
decirme que ya les había llegado a la tienda.
Se notaba por su forma de hablar,
que estaba acostumbrada a dar órdenes y le noté un leve fastidio por esa
inesperada desobediencia. Me la imaginé con sus botas altas negras, era
esbelta, seguro que le quedaban bien. Al fin y al cabo tampoco era tan extraño,
la otra vez que había venido a la tienda había un chico joven, mulato, con el
torso al aire, poniéndose por encima un traje de rumbero, porque allí no tienen
vestuarios. El caso es que no dejaba de ser una casualidad, pensé, primero la
banda sonora y ahora una señora buscando un látigo.
Mi diligente dependienta me sacó
de mis pensamientos, lo siento no lo hacen en esa talla, llega solo hasta la 7-9. Vaya, contesté yo, pues si que va a ser difícil. Volví pues al fondo de la
tienda por si había otro que pudiera parecer de noble, para llevar con una
peluca de rizos blancos y luego me entretuve un rato escogiendo entre los antifaces y cuando
por fin escogí uno me dirigí hacia la caja pasando por un pasillo donde una
mama, alta, morena y delgada le ponía una gran chistera negra a un niño de unos
siete años, mientras le decía: vas a estar guapísimo de domador, con el látigo.
Me sonreí, de cómo nuestros
pensamientos condicionan la realidad. Entonces mientras mi dependienta, la de
la coleta, me cobraba la otra se acercó para decirle: por cierto mira a ver por
el almacén si te salen de las cajas dos rumberos. Nos reímos las tres.