Cuando su hija tuvo que irse precipitadamente no se llevó nada, ni siquiera un cambio de ropa interior, pues antes de marchar quiso dejarle a su madre la combinación más bonita que tenía.
La madre no le dio un beso de despedida sino muchos mientras se abrazaban fuerte por si ya no volvía a verla, quizá lo intuyó en ese preciso momento. Su primogénita, su niña, a la que había tenido cuando ella apenas tenía los 17, la que le había ayudado tanto en el cuidado de sus hermanas, se iba ahora, recién casada con un joven que acabaría siendo guardia civil. Ellas no sabían que ya no volverían a verse, hasta que pasaran muchos años, y esa joven cumpliera 85 y muriera en una residencia después de años de Alzheimer, tras enviudar y no en Sevilla, ya no, sino en el cielo.
La pareja apenas tenía nada, salvo la moto, con ella viajaron mucho, siempre durmiendo en dónde podían, a veces en un colchón bajo una escalera, buscando trabajo en cualquier sitio. Habían pasado ya unos meses o puede que un año, que encontraron a un conocido de la familia. ¿Quieres que le diga a tu madre algo? Ella se miró y pensó, cómo voy a decirle que pasamos hambre muchos días, que todavía no tenemos casa, y le dijo claro, dile que nos van muy bien las cosas… que aquí tenemos de todo.
Cuando la madre escuchó de aquel hombre las noticias de su hija esbozó primero una sonrisa, buenas noticias al menos por una vez, pues ya entonces le habían diagnosticado el gran mal que tenía y la cita para operarse. Pero luego, ya en casa, mientras lavaba la ropa no pudo evitar llorar, las lágrimas se le escapaban por las mejillas, lloraba desconsolada, pues no entendía como su hija, a la que tanto quería, no viniera a verla, no le escribiera, no le enviara nada para ayudarles.
No llegó a operarse, me contó la pequeña de sus hijas, porque decidió en el último momento levantarse de la mesa de operaciones; me contó también que cuando murió meses más tarde, aún conservaba intacta aquella pena por su hija, a la que tanto quería y que se había olvidado de ella.
Sin embargo, esta historia, no me la explicó mi madre, aquella niña que quedó huérfana, sino ella misma, mi tía Lola, cuando la visitábamos en su residencia. Se acordaba mucho de ella y de la honda pena que le causó. Y sé que era cierto, porque cada vez que me la explicaba su mirada se enturbiaba con las mismas amargas lágrimas.
De ella aprendí que no hay mentiras buenas.
miércoles, 17 de septiembre de 2025
El peso de una mentira
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